Posteado por: Tiberio | 15 octubre 2006

Orfeo en los infiernos.

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Muchos ya lo sabéis, pero para los que no :). Estoy escribiendo una novelilla ambientada en los mitos griegos. Más que una novela es una historia corta rellena de otras muchas. Mi intención es la de imitar un poco la forma a El Asno de Oro de Apuleyo.Para los que no conozcais la novela, os diré que es una especie de libro de relatos, pero de una época en la que no se escribían relatos… Así que lo que hace el autor es insertar las distintas historias en otra más grande. Y eso es lo que pretendo conseguir 🙂

Hoy me apeteció compartir con vosotros un trocito. Es sobre el descenso de Orfeo a los infiernos, uno de mis mitos preferidos desde lo conocí (debo reconocerlo) por medio de Neil Gaiman. El post me ha quedado bastante largo, así que un consejo a los fanáticos sobre la necesidad de hacer post cortos en los blogs «no lo leaís» 🙂

Estaba dormido.

Orfeo no podía creer su suerte. El horrible monstruo yacía en el suelo. Sus tres enormes cabezas reposaban inocentemente sobre las enormes patas. Parecerían tres cachorritos, respirando ruidosamente.  “No, no puede ser tan fácil” pensó Orfeo. Ni que decir tiene, no lo fue.

Con toda la sangre fría que fue capaz de reunir, avanzó lentamente en dirección a la bestia, con su cítara cuidadosamente preparada.  Apenas pudo aproximarse un par de pasos cuando se desvaneció su primera esperanza. Como una larga serpiente, la cola del monstruo se alzó siseante, clavando en el intruso dos diminutos ojos. Poco a poco, la infinidad de serpientes que le nacían a Cerbero del lomo se despertaron y miraron con hostilidad al intruso. Le habían olido y no les había gustado. Estaba vivo.

Con una agilidad insospechable en un monstruo de tales dimensiones, desmintiendo toda presunción de somnolencia, Cerbero se incorporó y se mostró firme y tenso frente a Orfeo. Los seis ojos, de las tres cabezas le traladaron amenazadoramente. No ladró, ni realizó ningún ruido. Se quedó tranquilamente esperando por su presa. No era propio de él los grandes escándalos, prefería el asesinato rápido y silencioso.

Una de las cabezas del monstruoso can estaba firmemente encadenada a las rocas, pero ni por un momento Orfeo pensó que tal sujeción pudiera someter a semejante criatura. Si Cerbero se mantenía allí era porque él quería. Y ahora se interponía ante su destino. Orfeo dio un paso más.

En terrorífico silencio, las tres cabezas se inclinaron ligeramente, como preparándose a embestir y tres poderosas mandíbulas quedaron entreabiertas mostrando los amarillentos dientes, por entre los cuales se escapaba la saliva, viscosa, rojiza. Orfeo dio otro paso.

Cerbero retrocedió ligeramente, preparándose para saltar sobre el osado vivo que pretendía invadir el mundo de los muertos. Todos sus ojos se mantenían fijos en el objetivo, su cola y sus patas firmes y rígidas, dispuestas para el esfuerzo homicida. Cualquier humano con un mínimo de cordura se habría dado la vuelta y habría empezado a correr.

Pero Orfeo sufría de esa firme determinación que sólo el amor otorga y que sirve a los humanos para librarnos de la cruel dictadura de la cordura. Además, era Orfeo el argonauta. Hijo de Eagro. Aquel que supo detener una tempestad con la suavidad de su música y que derrotó a las sirenas en mortal competición.

Con esa calma que suele aparentar el guerrero experimentado cuando sabe que su vida está en peligro, Orfeo se sentó ante el monstruo y entonó una breve oración a Caliope, su amada madre. Cerbero se mostraba intrigado ante tan insólita sangre fría. Orfeo colocó la cítara sobre sus rodillas y empezó a acariciar las nueve cuerdas, una por cada una de las musas, sus tías.

Melosamente, como un gato bien alimentado, la música comenzó a fluir del instrumento, adaptándose a los recovecos de la gruta y mejorando incluso con sus ecos. Eran unos sonidos melancólicos, suaves y tristes, los propios de un corazón brutalmente separado de su otra mitad. Nunca en aquella cavidad habíanse escuchado sonidos tan tristes y, a la vez, tan hermosos como aquellos y nunca más volvería a serlo.

El mismo Cerbero, que nunca había concebido el amor, pudo comprenderlo. Y, hay quien dice, incluso una lágrima cayó de cada uno de sus seis ojos. Por un breve instante de lucidez, sus pequeños cerebros comprendieron.

La bestia no podía atacar a alguien que le había proporcionado un momento como aquel. No podía devorar al que le había otorgado semejante don. Y no lo hizo.

Con espantosa tranquilidad, Orfeo recogió su cítara y pasó junto al poderoso can que agachó sus cabezas a su paso. Era el primer humano vivo que atravesaba aquel lugar sin violencia alguna.

 

Horas, quizás días, caminó Orfeo por aquella caverna sin mayor luz que la que inflamaba su corazón. Ni una sola vez sintió desfallecer. Había cruzado ya al más mortífero de los guardianes del Infierno ¿qué podría temer?

El deseo de Orfeo era divino, pero su cuerpo era mortal. Las  piernas y la garganta empezaron a reclamar atención al decidido corazón. La lengua crecía constantemente en la boca. La saliva era cada vez más densa.

Como si el destino hubiera leído sus pensamientos. Ante Orfeo apareció un pozo del que manaban aguas negras como el cielo tormentoso. “El dios está conmigo”, pensó Orfeo.

Cayó de rodillas ante las aguas. Sus labios estaban agrietados. Su garganta reseca. Todo su cuerpo deseaba calmar su sed… y entonces se preguntó ¿qué dios me ayuda? ¿qué agua es esta que fluye turbiamente? Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, se levantó y se fue.

El argonauta siguió avanzando. Pero las Furias aparentaban divertirse a su costa haciendo surgir un pequeño lago. Las aguas eran cristalinas y brillantes. A Orfeo le parecieron más sospechosas que las anteriores.

Un buho de grandes ojos se encontraba sobre una isla en el centro del lago. Giró su cabeza hacia el intruso, abrió aún más desmesuradamente sus ojos e increpó a Orfeo.

-Tú no estás muerto.

-No, buho, aunque padezco mucho de sed. Dime, criatura, monstruo o animal ¿son seguras estas aguas?

-Nunca humano vivo mojó sus labios con el agua del Lago de la Memoria. Desconozco sus efectos. ¿De verdad quieres arriesgarte?

Orfeo dudó por un instante, pero ante la sensación que asfixiaba su garganta y ante la seguridad de que un día más sin beber probablemente atrajó su muerte, consideró que no era tanto el riesgo que corría, tan solo el escaso valor de lo que le quedaba de vida.

-Soy un hijo de la tierra y del cielo estrellado, pero mi raza es del cielo. Lo sabéis. Y ¡ay!, sufro sed, y sucumbo, dadme rápidamente el agua fría que mana del Lago de la Memoria.

 

El animal extendió  sus enormes alas que podrían cobijar la noche entera. Recogió con sus garrudas patas una tazita de bronce y, tras sumergirla, se la acercó al argonauta.

 

Tan solo un sorbo fue suficiente para disipar toda la sed que Orfeo padecía, y tras despedirse con gratitud, siguió su camino.

 


La estrecha senda por la que se arrastraba acabó ensanchándose formando una inmensa caverna de la que no se veía el techo. Por todas partes, sin ningún orden aparente, crecían extraños hongos que llenaban la cavidad de una tenue y espectral luminosidad. Ante Orfeo se extendía un interminable pantano. Había alcanzado el Aqueronte.

 Por un instante Orfeo sopesó la posibilidad de atravesar el pantano a pie. Pero las posibilidades de no salir vivo eran demasiado altas. No, era mejor buscar al Barquero. No podía estar muy lejos.


Estaba ante él. Se apareció tan deprisa que a Orfeo le parecería que había emergido de las aguas. Pero era él, no es fácil equivocarse, con su barba gris y desaliñada, sus ropas harapientas, su mirada maliciosa y su boca desdentada.


-¡Hola Caronte! ¿serías tan amable de llevarme al otro lado?-La jovial voz de Orfeo sonaba muy extraña en aquellos lugares.

 -No podéis pasar, mortal, regresad a vuestro mundo. – La mirada del genio infernal reflejaba un agotamiento infinito.

 -Soy Orfeo, hijo de Eagro y busco a mi amada Eurídice, transportada antes de tiempo al mundo de los muertos.

 -Nadie atraviesa el Aqueronte antes de tiempo, Orfeo hijo de Eagro, ni Eurídice lo hizo ni tú lo harás. Regresad a vuestro mundo, ya os llegará el momento.

 -Herakles, hijo de Zeus, presume de todo lo contrario. Dice que ante vuestra negativa, os arrebató la pértiga y os propinó con ella tan brutal paliza que acabaste aceptando transportarle para que no os pegara más.

 El barquero negó con la cabeza, con aire de dolor – Estuve uno de vuestros años encadenado como castigo por aquello, no pienso repetirlo. Además Orfeo, hijo de Eagro, no es Herakles y por muy anciano que parezca tengo la suficiente fortaleza como para enfrentarme a muchos Orfeos, hijos de Eagro.


-¡Tengo una idea mejor, terrible anciano! Pagaré mi viaje.

 -¿Crees que con un óbolo podríais comprarme, triste mortal? ¿Por qué no utilizar el método tradicional? Bien sabéis que, una vez muerto, os resultará fácil pasar.

 -No me place. Mejor escuchad.

 Orfeo, tras la obligada oración a Caliope, quiso repetir la canción que tanto éxito había tenido con Cerbero. Caronte quiso sonreírse irónicamente, pero la sonrisa se le congeló en el rostro, quedando en una expresión más bien estúpida mientras contemplaba las manos del hombre que tan bellos sonidos era capaz de producir.  Caronte, como Cerbero, nunca había amado. Había deseado a más de una pasajera y a más de un muchacho, pero era un hombre serio que jamás se había alejado del cumplimiento de su deber. Sin embargo esta música empapó sus ancianos huesos y alcanzó su duro corazón que, un poquito, se ablandó. Cualquier otro hubiera llorado.

 -Hermosa música, mortal, no me cabe duda. Pero mi misión es clara y no puedo desobedecerla. Con gran dolor de mi corazón tengo que deciros que no podéis pasar.

 – Probaremos con otra cosa.
                               

Los dedos del tracio se movieron como mariposas, tan suavemente que parecía que no tocaban las nueve cuerdas y tan rápidamente que se hacía difícil seguir sus movimientos. La cítara que antes se mostraba tan melancólica ahora producía sonidos jocosos y alegres, capaces de generar la risa espontánea y de alejar las nubes de la tristeza. Esta vez los mágicos sonidos alcanzaron los músculos del genio infernal reactivándolos y devolviéndole sensaciones hace tiempo olvidadas por cualquier anciano. En el caso que nos ocupa, quizás nunca vividas. Cualquier otro habría bailado. Caronte, sin embargo, lloró. Y lloró, aunque parezca increíble, de tristeza, pues Orfeo le había mostrado un mundo entero de alegría que él tenía prohibido. Incluso en sueños.

-No sigáis torturándome con tan bellos sonidos, mi señor, por los dioses os lo suplico. No voy a acceder a vuestra petición porque no puedo hacerlo. Así es como ha de ser, y vuestras maravillosas melodías no podrán cambiarlo.

-Comprendo.

Orfeo tomó aire, y esta vez invocó en su ayuda a las nueve musas, finalizando su oración con su madre, la dulce Caliope.

En esta ocasión. De las nueve cuerdas de la cítara empezaron a surgir nuevos sonidos. Sonidos que, en esta ocasión, inflamaban el corazón de otra forma, formándolo y preparándolo para las grandes obras. La música de Orfeo parecía contar una historia, una historia en la que esforzados hombres y mujeres se enfrentaban a un duro destino, con determinación y convencimiento de la victoria final, por muy lejana que pareciera.

La épica historia alcanzó el alma de Caronte que de pronto se imaginó fuera, en un ancho mundo cuajado de peligros que sólo él podía afrontar. Los problemas se abalanzaban sobre él como furiosos monstruos, pero Caronte, gigante, se desembarazaba de ellos sin mayor contratiempo. Sin embargo, los rivales se reagrupaban y reorganizaban peligrosamente, negras nubes se extendían por el horizonte y Caronte se vio a sí mismo preparándose para el enfrentamiento final, definitivo…

Entonces fue cuando Orfeo interrumpió su música y empezó a recoger su cítara mientras Caronte le miraba con estúpida expresión.

-¿Te…. te vas?

-Sí.

-¿Por qué? – había verdadera desesperación en la voz de Caronte.

-¿Y por qué no? ¿No decís acaso que es inútil, que de ninguna manera me vas a cruzar?

-¡Pero no podéis dejarme así!

-Huy, claro que puedo. Aunque también podría no hacerlo. Decidme ¡oh Caronte! ¿qué podéis ofrecerme a cambio de termine mi canción?

 

Caronte tragó saliva.

 

Ya en la otra orilla, se abrió ante Orfeo la dura inmensidad del Averno. No pudo evitar estremecerse ante el terrible espectáculo que sólo en otra ocasión un humano vivo pudo contemplar.

Pero aún le quedaba mucho por hacer. Podría intentar encontrar a Eurídice y llevársela, pero eso sería imposible si no conseguía primero de Hades permiso para ello. Debía primero enfrentarse con el mayor de los tres crónidas.

Con gran tranquilidad, Orfeo se subió a una colina donde se sentó con las piernas cruzadas y, colocando la cítara que le había permitido llegar tan lejos, empezó a entonar una nueva melodía. Esta vez las dulces cuerdas golpearon el aire con tal ternura que los sonidos resultantes ascendieron dulcemente, incorporándose sin violencia al sonido general y, poco a poco, adueñándose de él.

Sin darse cuenta, los muertos empezaron a escuchar una suave música que paulatinamente fue ascendiendo de tono hasta alcanzar todos los rincones del infierno e incluso hay quien dice que las notas alcanzaron al tenebroso Tártaro y que incluso los salvajes titanes lloraron por su causa.

Tan hermosa era la canción que todos los habitantes del Hades, desde los más atormentados hasta los más dichosos habitantes de los Campos Elíseos cesaron en sus actividades  para poder escuchar la música de Orfeo. El astuto Sísifo dejó de empujar su roca que tuvo la cortesía de esperar en perfecto equilibrio. La terrible lechuza que atormenta a los Alóadas guardó silencio. Tántalo olvidó por un instante su hambre y su sed. Y todo el orden infernal amenazó con tambalearse y subvertirse al ritmo de la canción.

Las consecuencias no podían hacerse esperar, y la poderosa voz del señor del Infierno retumbó furiosa sobreponiéndose a la música de Orfeo.

-¿CUAL ES EL NOMBRE DE AQUEL QUE VIENE A RETAR MI PODER?

Orfeo dejó de tocar de inmediato y arrodillándose se dispuso a contestar:

-Mi señor, ¡oh poderoso crónida! Nada más lejano de mis intenciones la de retaros y quedar claramente perjudicado en el encuentro, sino la de halagaros, besaros las rodillas y cantar vuestra gloria para así poder gozar de vuestros beneficios.

-¿QUIÉN ES, ENTONCES, EL AMBICIOSO MORTAL QUE PRETENDE COMPRAR MIS FAVORES?

-Mi nombre es Orfeo, mi señor, Tracia el de mi patria, Eagro se hace llamar mi padre y como Calíope conocemos a mi madre.

-¿Y CUALES SON LOS FAVORES QUE EL IMPRUDENTE ORFEO REQUIERE DEL PODEROSO HADES?

-Besar vuestras rodillas, mi señor. Poder alabar vuestra proverbial sabiduría. Contemplar la hermosura de vuestra esposa y entreteneros a ambos con mi arte. Y, también, una minucia más sin importancia: Que me permitáis llevarme otra vez al mundo de los vivos a mí amada Eurídice tan injustamente arrebatada por una cruel serpiente.
                                                                                                     

-Puede serte todo concedido, mi querido Orfeo.

Orfeo dio un salto, Hades estaba justo a su lado, posiblemente siempre lo había estado. Recuperado de la sorpresa se tiró al suelo y abrazó las poderosas rodillas del anciano.

-Levantaos, Orfeo, me agotan las demostraciones de pleitesía.

-En verdad sois la más sabia de las criaturas, no era exageración del poeta.

-Espera a escuchar los términos concretos del acuerdo y no os precipitéis al juzgar.

Orfeo asintió y guardó silencio.

-Hace tiempo que me han venido hablando del maravilloso Orfeo, hijo de las turbulentas aguas del Eagro.  Pero tengo que reconocer que me habéis sorprendido profundamente ¡nadie hasta ahora había encontrado nada con que poder sobornar a mis guardianes! Así que voy a realizaros una oferta, que, espero, no será desagradable.

>>Pasaréis a formar parte de mi servicio, tanto en vida como en muerte. Os mostraré algunos misterios que, mientras sigáis vivo, enseñaréis a aquellos varones que consideréis dignos de ello. Rechazaréis toda posible propuesta de inmortalidad, que con vuestro talento probablemente podríais conseguir, y cuando llegue la hora de vuestra muerte, que no adelantaréis ni un sólo minuto, vendréis aquí y serviréis en mi corte como mi persona de confianza por toda la eternidad.


-¿Me permitiréis entonces que Eurídice vuelva conmigo?

 -No puedo prometeros eso, mi buen Orfeo, pues hay fuerzas que se encuentran por encima de mi poder. En cambio os prometo que os daré una oportunidad de salvar a vuestra amada y que, siguiendo unas instrucciones sencillas os resultará fácil cumplir vuestro deseo.


-En ese caso, mi señor, vuestro soy y juro que no hallaréis servidor más leal ni obediente. –

 Y así fue como Orfeo aprendió los misterios de Eleusis y pasó a formar parte del servicio del sabio Hades, señor de los muertos.

 

 

Cuando llegó el momento de partir, Hades le explicó que había hecho todo lo posible por facilitar la salida de Eurídice. Orfeo no tendría más que salir por donde había entrado y su amada, en forma espectral le seguiría para recuperar su carne y vida al recibir la luz del Sol. Ni Caronte ni Cerbero provocarían ningún inconveniente, por orden suya. Pero, y esto era importantísimo, él no debía verla. Si por un sólo segundo se daba la vuelta y miraba al espectro de su amada, esta sería arrastrada de vuelta y quedaría definitivamente atada al Infierno. Orfeo estuvo conforme con las condiciones, y sin más se despidieron hasta que llegara el momento de su definitivo regreso a las profundidades infernales.


Comenzó su viaje contento por haber sabido cumplir su objetivo y feliz por su próximo reencuentro con su amada. Saludó victoriosamente al barquero que mantenía el ceño fruncido.           

-Saludos Orfeo, hijo de Eagro, me alegro de que se os vea tan contento. Será un placer transportaros por penúltima vez.

-Así sea, buen barquero, así sea.

-Y decidme, mi señor que tan felizmente regresáis a casa, ¿tan horrible es vuestra voz?

-¿Horrible? No me lo parece ¿por qué lo decís?

-No, sólo por la sorpresa de que no la hayáis empleado en circunstancias tan complicadas como os habéis envuelto.

-No lo había pensado… supongo que no me resultó necesario.


Era verdad. Orfeo gustaba utilizar su delicada voz de forma sorpresiva, creando más maravilla a un público ya encandilado por la música. Si no la había utilizado es porque no le había llegado a ser imprescindible ¿es eso posible? ¿Puede un simple mortal llegar hasta lo más profundo del infierno sin ni siquiera necesitar esforzarse al límite?


Le hubiera gustado ver la cara del barquero, pero estaba detrás suya. Para hacerlo, habría sido necesario darse la vuelta, y eso era algo que tenía prohibido hasta recibir la luz del sol. ¿Estaría sonriéndose? ¿Sabría el malicioso genio algo que él no supiera? No era precisamente algo improbable.


No volvió a dirigirle la palabra a Caronte y se bajó de la barca en la otra orilla con un gesto de decisión que intentaba desmentir la tormenta de dudas de su interior.

 Avanzó lo más rápido posible el largo túnel que le separaba de la guarida de Cerbero. Y en la oscuridad pensó, y pensó y pensó. Y  llegó a la conclusión de que todo había sido demasiado fácil. El propio Herakles, hijo de Zeus y ahora convertido en dios, había estado apunto de perder su vida. ¿El poderoso Hades preguntándole a un mortal si estaba amenazando su reinado? No era posible.

 Se estaban riendo de él. No podía ser de otra forma. Cuando alcanzó a Cerbero le pareció que incluso las tres cabezas del monstruo sonreían ante su estupidez.

 Orfeo siguió caminando por inercia, y no fue hasta que no vio a lo lejos la luz del sol anunciándole su salida que no se convenció del todo. Era imposible que fuera tan fácil entrar y salir del infierno. Absolutamente imposible. Se estaban mofando de él. No había otra explicación. Y eso era algo que no podía tolerar. Volvería allí abajo y se enfrentaría a todos otra vez. ¡No era tan fácil reírse de Orfeo, hijo de Eagro!

 Con feroz determinación, el hijo de Eagro se dio la vuelta y se encontró de frente, con la forma transparente de Eurídice… Su amada abrió los ojos y gritó en silencio con una mueca de indecible horror mientras una fuerza irresistible arrastró de ella hacia el tunel.

 Orfeo se quedó quieto unos instantes, después cayó sobre sus rodillas y llevándose las manos a la cara comprendió que había sido el más estúpido de los mortales.

Sábado, 02 de Septiembre de 2006 20:13

Comentarios

Autor: Dante

Qué bueno, señor, qué bueno…

¿Tienes más fragmentos por ahí? Me gustaría echarles un vistazo.

Ese «The Sandman»… 😉

¿Sabes que echan la peli que hizo Gaiman con el portadista de Sandman en las Jornadas?

Fecha: 02/09/2006 21:48.


Autor: Tiberio

Tengo más cosillas (unas 100 páginas), pero no me apetece mostrarlo todavía 🙂

¿cuando echan la peli?

Fecha: 03/09/2006 13:34.


Respuestas

  1. Amigo.. buenisimo el Escrito por cierto…. me he tomado la libertad. de tomar tu escrito y regalarselo a alguien que le gusta el personaje de Orfeo..!!!

    He puesto quien es el dueño de esta autoria… asi que descuida tampoco hago plagio… Gracias espero y no sea molesto esto que he hecho..!!

  2. La verdad es que si no acompaña la lectura con la música no se comprende nada.

    Atrévete pon la música, lo leí acompañada de esa obertura romántica, es genial.

    Me gustó el tema.

  3. he leido tu relato y es mi bueno, pero me gustaría saber de donde has sacado la foto que lo ilustra pues me parece reconocer al bailarín y me gustaría saber más de él. Gracias


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